domingo, 22 de septiembre de 2013

Un cuento de trenes



             La  Estación de Trenes

 

Madrugada de un día de invierno, allá por el año setenta y algo; mi pequeño reloj marca las seis,  la noche duerme aún con su manto de blanco y negro, el frio penetra mi  vestimenta de joven. Me bajo del tren con mi maleta roja, las locomotoras,   enganchan y desenganchan los carros de carga expeliendo fuertes bocanadas de vapor. Más allá, el rio Bio Bio observa el movimiento que se desplaza entre las líneas ferroviarias. La  estación está muy fría, inhóspita, las dos o  tres personas que esperamos el próximo tren de las ocho, nos retorcemos, de nuestras bocas sale el mismo vapor  de las máquinas de afuera; de pronto aparece un singular muchacho con su canasto lleno de avellanas tostadas, lleva un curioso sombrero de paja con flequillos de lámpara de mesa. Nadie está con ánimo de comprar, nuestros cuerpos reclaman una taza de café, en aquella sala de estación solo hay una banqueta para sentarse, un suelo de cemento gélido y una puerta hacia el andén  permanece abierta  que expulsa con rabia hacia nosotros el frio de la madrugada.

   Pasa una hora y las  nubes plomizas de la noche revolotean violentas y enseñoreadas  en el cielo, comienzan a retirarse  a dormir y poco  a poco se va abriendo el alba, se desplaza un atisbo de cielo azul. Mis rodillas reclaman congeladas y dolientes, mi estómago me exige aún más ser satisfecho con algo que lo entibie, el muchacho de los flequillos insiste con sus avellanas pero no encuentra respuesta de los que esperamos.

   Ya cerca de las siete con treinta, el jefe de estación se apiada de nosotros y nos indica una calle cercana para tomar café. Oteo cual felino y me encuentro con un poblado instalado en un cerro donde se desparraman las casas de los ferroviarios, son todas iguales, pequeñas, de un piso y teñidas de carbón de piedra. Sigo por olfato a un par de gentes que avanzan delante de mí, me uno a ellos. Por las indicaciones que alguien escuchó, nos detenemos frente a  una de las viviendas y la dueña de casa nos abre como cumpliendo un rito  ya anunciado, entramos a lo que viene a ser un living-comedor estrecho, alcanzo a tomar un asiento que otro acaba de desocupar. El lugar está repleto, no sé de donde salió toda esa gente, al fin viene la taza de café con leche y un pan humeante recién salido del horno , hay mantequilla y azúcar, engullo el pan y el café atolondradamente, mis pies, mis rodillas y mi estomago comienzan a alegrarse. Apresuro el último sorbo y bocado de pan. Pago rápidamente, apenas quedan algunos minutos para abordar el tren que me llevará a mi pueblo de más al sur a mis vacaciones de invierno. Salgo y afuera me espera el día que se ha desplegado feliz mientras camino cuesta abajo, el sol casi no calienta pero que importa. La gente del poblado aún duerme, un gallo canta por ahí y yo estoy alegre, sin sueño. cálida y satisfecha. Llega mi tren, me subo con mi maleta roja y a través del ventanal, me despido  de la  estación de San Rosendo.

                               Fin

Autora: Marcia Orell García.