La
Estación de Trenes
Madrugada
de un día de invierno, allá por el año setenta y algo; mi pequeño reloj marca
las seis, la noche duerme aún con su
manto de blanco y negro, el frio penetra mi
vestimenta de joven. Me bajo del tren con mi maleta roja, las
locomotoras, enganchan y desenganchan
los carros de carga expeliendo fuertes bocanadas de vapor. Más allá, el rio Bio
Bio observa el movimiento que se desplaza entre las líneas ferroviarias.
La estación está muy fría, inhóspita,
las dos o tres personas que esperamos el
próximo tren de las ocho, nos retorcemos, de nuestras bocas sale el mismo
vapor de las máquinas de afuera; de
pronto aparece un singular muchacho con su canasto lleno de avellanas tostadas,
lleva un curioso sombrero de paja con flequillos de lámpara de mesa. Nadie está
con ánimo de comprar, nuestros cuerpos reclaman una taza de café, en aquella
sala de estación solo hay una banqueta para sentarse, un suelo de cemento
gélido y una puerta hacia el andén
permanece abierta que expulsa con
rabia hacia nosotros el frio de la madrugada.
Pasa una hora y las nubes plomizas de la noche revolotean
violentas y enseñoreadas en el cielo,
comienzan a retirarse a dormir y
poco a poco se va abriendo el alba, se
desplaza un atisbo de cielo azul. Mis rodillas reclaman congeladas y dolientes,
mi estómago me exige aún más ser satisfecho con algo que lo entibie, el muchacho
de los flequillos insiste con sus avellanas pero no encuentra respuesta de los
que esperamos.
Ya cerca de las siete con treinta, el jefe
de estación se apiada de nosotros y nos indica una calle cercana para tomar
café. Oteo cual felino y me encuentro con un poblado instalado en un cerro
donde se desparraman las casas de los ferroviarios, son todas iguales,
pequeñas, de un piso y teñidas de carbón de piedra. Sigo por olfato a un par de
gentes que avanzan delante de mí, me uno a ellos. Por las indicaciones que
alguien escuchó, nos detenemos frente a
una de las viviendas y la dueña de casa nos abre como cumpliendo un
rito ya anunciado, entramos a lo que
viene a ser un living-comedor estrecho, alcanzo a tomar un asiento que otro
acaba de desocupar. El lugar está repleto, no sé de donde salió toda esa gente,
al fin viene la taza de café con leche y un pan humeante recién salido del
horno , hay mantequilla y azúcar, engullo el pan y el café atolondradamente,
mis pies, mis rodillas y mi estomago comienzan a alegrarse. Apresuro el último
sorbo y bocado de pan. Pago rápidamente, apenas quedan algunos minutos para
abordar el tren que me llevará a mi pueblo de más al sur a mis vacaciones de
invierno. Salgo y afuera me espera el día que se ha desplegado feliz mientras
camino cuesta abajo, el sol casi no calienta pero que importa. La gente del
poblado aún duerme, un gallo canta por ahí y yo estoy alegre, sin sueño. cálida
y satisfecha. Llega mi tren, me subo con mi maleta roja y a través del ventanal,
me despido de la estación de San Rosendo.
Fin
Autora:
Marcia Orell García.